Cuando uno visita las ruinas de un templo, de un teatro, de un mausoleo de la antigüedad suele caminar entre capiteles y columnas derribadas en busca del punto señalado en la guía donde se hallaba el tabernáculo, la cámara del tesoro o la tumba del héroe. Allí ya no hay nada, salvo el vacío. Los dioses se han esfumado, el oro fue robado, el cadáver del héroe ha desaparecido, pero el vacío de aquel lugar hermético es el fundamento más sólido, similar al espíritu, la única fuerza que sustenta toda la antigua gloria. El fanatismo de la Inquisición fue redimido por la locura del Quijote y la duda de Hamlet; la miseria del siglo XVIII pudo salvarse gracias a una sinfonía de Mozart; fueron los versos de Höderlin los que levantaron de nuevo los mármoles de Fidias e hicieron brotar las flores de anís entre las gradas roídas de los anfiteatros donde las voces de los antiguos tragediantes, que declamaban a Esquilo, habían quedado durante dos mil años solo a merced de las lagartijas. Las grandes guerras del siglo XX se han convertido en humo en cuyo seno se vislumbran las criaturas perennes de Grosz y de Otto Dix. El esqueleto de Ricardo III con su chepa acaba de aflorar en el subsuelo de un aparcamiento sin que la tragedia de Shakespeare haya desmerecido en un solo verso. La corrupción y la basura moral que hoy nos asfixia tienen un punto de fuga. El arte es una escapatoria hacia ese vacío donde habitaron un día los dioses, que es el fundamento del espíritu. Sálvese quien pueda.
Manuel Vicent. Fragment d'"El vacío", a El País, 10.2.2013.
Il·lustració: "Eleusina, ruïnes del temple vell", de Mettais, publicat a L'Illustration, Universel Journal, París, 1860
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