Lo nuevo, lo inquietante, lo que ahora pongo sobre la mesa es el peso creciente de los mensajes explícitos de odio –utilizo esta palabra con plena conciencia– que pueden encontrarse por internet y las redes sociales. Anteayer, precisamente, la Fiscalía de Barcelona alertó sobre la proliferación de páginas web que incitan al odio contra inmigrantes, judíos, homosexuales u otros colectivos; la Fiscalía hubiera podido hablar también de las agresiones contra los catalanistas y los catalanes en general, hay toneladas en la red. El anonimato y el seudónimo favorecen que los alimentadores de odios se sientan impunes. Los más cobardes, los más crueles y los más fanáticos han encontrado en los laberintos digitales el lugar ideal para tirar la piedra y esconder la mano. Antes, era necesario poner un papel en un sobre y comprar un sello para hacer llegar el mensaje envenenado por correo. Ahora, en cambio, basta con mover los dedos sobre el pequeño teclado de un móvil. Ciertas expresiones que estos días he recibido en el Twitter o algunos comentarios enviados a la edición electrónica de La Vanguardia me hacen pensar que tenemos mucha suerte: individuos que hoy empuñan un iPhone o una BlackBerry para insultar rabiosamente, setenta años atrás habrían empuñado una pistola o un revólver. Servidor de ustedes, y otros columnistas de este diario atacados también por ejercer la libertad de expresión, tendremos que dar las gracias por vivir en el año 2011 y no en 1936 o en 1939.
El odio, aunque sea retórico, no anuncia nada bueno. Por ejemplo, especialmente revelador fue comprobar cómo el hecho de exigir a un profesor y dirigente de una entidad social que aportara pruebas de las graves acusaciones vertidas sobre los Mossos d’Esquadra me convirtió en objetivo destacado de los que tienen que salvarnos queramos o no. Sambenitos de todo color cayeron sobre mi persona, la mayoría emitidos sin nombre ni apellidos. Más que críticos o discrepantes, se trataba de mensajes cargados de exclusión, intolerancia y brutalidad. También ha tenido gracia comprobar cómo algunos, para desfigurar argumentos que no les gustan, consideran que recoger las penosas palabras de ciertos personajes disculpando o relativizando la violencia contra el Parlament y los diputados es hacer listas negras. Uno pensaba –con permiso de losmandarines mejor colocados– que el derecho de cita también se podía aplicar a las frases no inspiradas por la inteligencia.
Francesc Marc Àlvaro, "Odio 2.0" a La Vanguardia, 29,6.2011
[N'he parlat a "Autoritaris ciberllestos" i "L'odi a la xarxa", en aquest bloc]