Dispensen la boutade, pero a mí lo primero que me
viene a la cabeza cuando me hablan del milenario de Montserrat es la canción
“Por las paredes”, que Joan Manuel Serrat dedicó al crítico de arte y político
Alexandre Cirici Pellicer y que empieza con “Mil años hace que el sol pasa /
reconociendo en cada casa / el hijo que acaba de nacer”. Es una canción
maravillosa, de 1978, escrita pues en plena transición, cuyo arranque navideño
termina por describir perfectamente la Catalunya que muchos tenemos en el
corazón: “patria pequeña y fronteriza, / mil leches hay en tus cenizas”, de un
pueblo “empecinado, / [que] busca lo sublime en lo cotidiano”.
Bien, pues la
Abadía de Montserrat ha estado ahí estos mil años y ha sido el fiel testigo de
los avatares, luchas, sueños y fracasos que atesoramos los catalanes. Una
fidelidad de la que nos dan testimonio numerosos documentos, piezas artísticas
o literarias y una extensa memoria colectiva. De aquellos cuyos antepasados
estaban ya en el nacimiento del monasterio como las ininterrumpidas
incorporaciones de las que Catalunya se ha servido para llegar hasta hoy con su
identidad y cultura propias: “con manos trabajadoras / se amasa un pueblo de
aluvión”, cantaba el del Poble Sec.
Ha estado ahí y
se ha implicado en esta historia. La comunidad de monjes benedictinos ha
contribuido a la transmisión e investigación cultural en todos los ámbitos. Ha
canalizado la devoción de miles y miles de catalanes a la virgen negra (“De pell bruna i aire greu”, escribía
Pere Quart). Una Moreneta que nos
recuerda la dulce protagonista del Cantar de los Cantares (Nigra sum...). Ha ejercido de eje del fascinante paisaje de su
macizo de conglomerados pétreos verticales que no deja indiferente a nadie. Y
se ha implicado en el pathos político
de Catalunya de una forma valiente, acogedora y respetuosa con la pluralidad y
la democracia. También ha tenido sus sombras, evidentemente, como le ocurre a
cualquier institución humana y más aún si hablamos de mil años ¡diez siglos!
El presidente de
la Generalitat, Salvador Illa, elogió recientemente “la persistencia, la paciencia,
la humildad, la sencillez y la acogida” de Montserrat. Son cinco
características que definen muy bien por qué la Catalunya del siglo XXI se ha
abocado a festejar, también institucionalmente, esta efeméride. No estamos tan
centrados en el pasado, claro, sino que nos interesa extraer, de estos valores
constantes, ejemplos para nuestro presente y nuestro futuro. De eso va el
Milenario de Montserrat y el entusiasmo de las instituciones públicas por darle
su máxima dignidad. Espectáculos, exposiciones, reflexiones, publicaciones,
encuentros y un sinfín de actividades marcan la agenda desde el pasado
septiembre hasta todo el 2025.
Por último, a
nadie se le escapa la dimensión religiosa del Milenario. Hay muchos motivos que
justifican la existencia de Montserrat. Pero hay uno fundamental: la vocación
religiosa de sus monjes, encuadrada en la tradición cristiana. De vez en cuando
debatimos sobre cómo debe verse y participar lo religioso en un mundo laico
(para resumir). En el caso que nos ocupa, me centro en dos preguntas
recurrentes. Cuando alguien se pregunte para qué sirven las religiones en un
mundo que cree que ya puede resolver todos sus problemas al margen de ellas,
los mil años de Montserrat y sus consecuencias son una buena respuesta. Y
cuando, a través de una confusión perfectamente comprensible en sociedades
abiertas, cuestionemos el arraigo cristiano de nuestra cultura actual, podremos
exhibir también de ejemplo la fidelidad mutua entre los catalanes, ya
indefectiblemente diversos, y este faro irradiador que nos mira desde lo alto.
*Artículo para la revista Vida Nueva (7-2-2025)
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