Walter Benjamin dice que uno de los problemas del mundo actual es la
pobreza de la experiencia. “Así como fue privado de su biografía,
escribe Giorgio Agamben glosando al autor alemán, al hombre
contemporáneo se le ha privado de su experiencia: más bien la
incapacidad de tener y transmitir experiencias quizás sea uno de los
pocos datos ciertos de que dispone sobre sí mismo”. La banalidad de
nuestra vida se confunde con la banalidad de gran parte de la cultura y
el mundo que nos rodea. Viajamos sin descanso, acudimos a museos y
exposiciones, leemos libros que compramos precipitadamente en las
librerías de aeropuertos, estaciones y grandes almacenes, para abandonar
al momento en cualquier rincón, asistimos a grandes eventos deportivos,
pero nada de esto tiene el poder de cambiarnos. Regresamos de nuestros
viajes cargados de fotografías que nada significan; las lecturas pasan
por nuestra vida como las hojas vanas de los calendarios; abandonamos
las salas de los museos tan ciegos y somnolientos como habíamos entrado;
y pasamos de unas historias a otras sin que ninguna deje en nuestros
labios unas pocas palabras que merezca la pena conservar. Para
enfrentarnos a ese vacío, nos hemos rodeado de expertos, comentaristas y
guías de todo tipo que nos dicen cómo debemos comportarnos. Hay guías
turísticas, de lectura, guías sobre cómo enfrentarnos a nuestros
fracasos sentimentales. Si vamos a una ciudad, nos explican los
itinerarios que tenemos que seguir; si entramos en un museo, los cuadros
ante los que debemos detenernos; en nuestra vida afectiva, cómo evitar
el sufrimiento; si se trata de nuestros hijos, cómo comportarnos para
que nos dejen dormir. Todo debe ser fácilmente sustituible, nuestras
lecturas, nuestros amantes, las ciudades que visitamos, las salas de los
museos. Los hombres y las mujeres actuales viven sin apenas poner
límites a sus deseos, y sin embargo pocas veces han tenido menos cosas
que contarse. La ausencia de relatos define su convivencia, y la
política actual es el ejemplo más visible de esta dolorosa carencia. La
crisis de la cultura del relato oculta, una crisis más honda: esa
pobreza de la experiencia de que habló Benjamin. Y la experiencia tiene
que ver con la palabra y el relato, pues vivir es encontrar cosas que
contar y compartir: el cuento de nunca acabar. La literatura es el
trabajo de la ostra: toma un instante en apariencia banal y lo
transforma en algo que tiene el poder de revelar lo que somos. Por eso
dice Proust que “la verdadera vida, la única vida realmente vivida es la
literatura. Gracias a ella se nos revela el mundo. Sin la literatura,
nuestra propia vida nos sería desconocida”.
[...] El hombre no puede alimentarse sólo de realidad. Necesita relatos que le
permitan transformar las pequeñas circunstancias de su vida en algo
significativo y precioso que pueda compartir con sus vecinos. Por eso es
tan decisiva la cultura. Si la comparamos con una hoguera lo que
importa, como decía Benjamín, no es hablar de la madera que la alimenta
sino del misterio de la llama que la hace arder. Sólo ella “custodia un
enigma: el de la vida”. Avivar esas llamas es lo que necesitamos. Lejos
de los magnos eventos, de los congresos anunciados a bombo y platillo,
de las inauguraciones llenas de autoridades somnolientas y de los
tristes manuales de autoayuda, la verdadera cultura es algo tan simple
como preguntarse qué oculta el corazón de una niña de 13 años.
Gustavo Martín Garzo, "Las vírgenes suicidas" (fragment) a El País, 19.2.2012.
Foto: Fotograma del film Las vírgenes suicidas (1999)
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