La noticia del inicio del Ramadán aparece con mayor o menor énfasis en nuestros medios, aunque, por supuesto, se habla muchísimo más de las rúas, las máscaras y los jolgorios del carnaval. La Cuaresma católica, en cambio, ha desaparecido del espacio público. En el calendario de las celebraciones mediáticas, la Cuaresma no existe. Sucede con ella lo contrario que con la Semana Santa o con la Navidad, celebraciones que, si bien han perdido su nervio religioso, siguen siendo metas principales del círculo anual. (...) El mensaje religioso que vehiculaba la vieja Semana Santa está relacionado con el núcleo esencial de la fe cristiana. Un Dios que asume la condición humana, sufre en su propia carne las más duras experiencias –desprecio, injusticia, humillación, tortura, dolor extremo y muerte–, pero vence a la muerte y, venciéndola, transmite una visión esperanzada de la existencia (...)
La Cuaresma es incompatible de raíz con la mitología contemporánea. Era una etapa de renuncia y contención, de austeridad y silencio, de ayuno y abstinencia. Tales valores y prácticas están en las antípodas de la visión contemporánea. En sintonía con la economía del consumo, nuestra época es ávida y desinhibida, despilfarradora y chillona, sensual e incontinente. El sistema económico que se ha bloqueado con la crisis es exactamente lo contrario de lo que significaba la Cuaresma. Si entonces pecaba el que comía carne, ahora peca quien no idolatra la gastronomía. Si el recogimiento se imponía, ahora se imponen en todas partes la música, el tráfago, el incesante charloteo mediático. Si la concupiscencia y la lubricidad (palabras desaparecidas de nuestro diccionario habitual) eran afeadas como el peor mal, ahora nada parece más horrible que la castidad. Si hay algo contrario al ansia y la voracidad contemporáneas, son los cuarenta días de desprecio de los apetitos que proponía la Cuaresma.
Son multitud los que consideran la desaparición de la Cuaresma una gran victoria de la modernidad sobre la represión, de la libertad sobre la sumisión, de la felicidad posmoderna sobre la oscuridad antigua. Pero si tanto hubiéramos progresado gracias a la liberación de todas las contenciones, nuestra sociedad no estaría tan necesitada de antidepresivos, la agresividad no presidiría nuestras relaciones sociales, la insatisfacción no carcomería tantas vidas, no necesitaríamos tantas dosis al día o a la semana de pequeños deleites (objetos de consumo o placeres de usar y tirar) con que enmascarar el difuso desasosiego que transpiramos.
Me pregunto de dónde procede el optimismo ideológico contemporáneo. Un optimismo visible en la imperiosa tendencia a ridiculizar, despreciar o expulsar de nuestras vidas el legado de la tradición (un legado tachado siempre de amargo y represivo). (...) Quería liberarse de la represión y ahora es esclavo del instinto. Quería suplantar a Dios, pero obedece a todas las modas.
(...) La Cuaresma es otra cosa. Es la plasmación litúrgica de un viaje. El viaje ascético del que renuncia a los goces materiales no por necesidad, sino por afán de libertad. Un viaje depurativo: 40 días en el desierto luchando contra los propios diablos. Cuarenta días rehusando todo aquello que encanta, fortaleciendo el espíritu mediante la renuncia. ¡Vaya tontería!, ¿verdad? Nada más lejos del ideal de vida de la sociedad actual, que busca y exige obsesivamente el bienestar, pero lo reduce a las condiciones materiales. Nada más odioso que la Cuaresma para esta sociedad que se alegra de haber tirado al cubo de la basura cualquier preocupación sobre el significado de la existencia.
Antoni Puigverd, fragments de "Noticia de la Cuaresma" a La Vanguardia, 28.3.2011
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