He
sido durante veinte años concejal en mi ayuntamiento. Casi nada. He
tenido varias responsabilidades, algunas tan sensibles en temas de
corrupción como las de la contratación municipal, la policía local o el
urbanismo. No sé si hay que ser muy íntegro porque nunca he tenido la
ocasión de enfrentarme a un caso de corrupción, por suerte, ni a ninguna
sugerencia extraña de envergadura. Quizá sea esa la anécdota. La
presión mediática es tan fuerte que nadie se lo cree.
Aunque
muchos de mis interlocutores daban por hecho que entre las atribuciones
de un responsable político está la arbirtariedad. Para conseguir un
empleo o ayuda públicos, por ejemplo. En estos casos, además de ser
claro, no he podido sustraerme del drama personal con el que muchos
ciudadanos acuden a sus representantes, de modo que hasta cierto punto
lo comprendo. En otros, pidiendo una modificación urbanística o para
quitar una multa, hay quien te trata como si fueras el único imbécil que
no se entera de cómo van las cosas. “Pues iré a ver al mismo alcalde”,
me decían. “Aunque fuera a ver el rey o el papa, al Ley está por encima
de ellos”, les respondía ante su cara escéptica. En otros conflictos que
he vivido en primera persona, la sospecha de la corrupción, como
deseándola, acechaba sin ningún tipo de prueba. Este es el principal
síntoma de la crisis política.
De
todos modos, no soy ingenuo. Sé que no siempre es así. Por ello hace
tanto daño un mal ejemplo y por ello creo que hay que ser inflexible. Y,
también como no soy ingenuo, creo -por otra parte- que no debemos
rasgarnos las vestiduras al ver como -casi siempre- la política gestiona
intereses más que ideas. Les ideas en democracia, inevitablemente
parciales, salen de ellos.
* article publicat a la revista El Ciervo del mes de maig de 2012, dins el bloc temàtic "Las corrupciones cotidianas", en aquest cas sobre la política.
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